miércoles, 29 de diciembre de 2010

Yo sabìa señor.

Yo sabía señor,
que ya no existías,
perdón,
lo siento y lo corrijo,
nunca exististe,
sin embargo te llevaba cada noche a mis manos apuntando el techo,
como si fuera a encontrar tu luz,
pero cerraba los ojos señor,
tratando de imaginar como era tu barba rojiza,
o tu túnica blanca colgando hasta la punta de tus dedos flotantes.

Era una niña señor,
con anhelos inocentes, puros y sencillos,
con las ganas de tener hambre y comida a la vez,
de levantarme de la cama cada mañana y verte ahí esperando
a que abra mis ojos y te mire casi alabàndote.

Y que hay de mi...
el constante gastar de mi amor ya se había ido en vano,
casi arrastrando mi pelo en la esperanza de lo incierto.
Usted señor, que quiere tragárselo todo sin abrir la boca,
sin mostrar rostro alguno en las predicas de pensamientos ajenos.

No me pida a mi que crea en usted,
menos ahora que empiezo a creer en mi y en el gaste de energías
en la cama, con Dios encima, con la luz impregnada en mi cuerpo
y con los deseos finalmente cumplidos.

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